Un precedente del Cisma tuvo lugar en el año 857 cuando el emperador bizantino Miguel, llamado el beodo, y su ministro Bardas, expulsaron de su sede de Constantinopla a San Ignacio, que reprendía sus crápulas. Le reemplazaron por Focio, quien en seis días recibió todas las órdenes de la Iglesia. Focio se sublevó contra el Papa y se declaró patriarca universal. Fue descrito como "el hombre más artero y sagaz de su época: hablaba como un santo y obraba como un demonio". Su tentativa fracasó. Fue encerrado en un monasterio, donde murió en 886.
En el año 1054, el Papa León IX quien, amenazado por los normandos, buscaba una alianza con Bizancio, mandó una embajada a Constantinopla encabezada por su colaborador, el cardenal Humberto de Silva Candida, y formada por los arzobispos Federico de Lorena y Pedro de Amalfi. Los legados papales negaron, a su llegada a Constantinopla, el título de ecuménico al Patriarca Miguel I Cerulario y, además, pusieron en duda la legitimidad de su elevación al patriarcado. El patriarca se negó entonces a recibir a los legados. Con esto se ve que el Gran Cisma fue más bien resultado de un largo período de relaciones difíciles entre las dos partes más importantes de la Iglesia universal. Las causas primarias del cisma fueron sin duda las tensiones producidas por las pretensiones de suprema autoridad (el título de "ecuménico") del Papa de Roma y las exigencias de autoridad del Patriarca de Constantinopla. Efectivamente, el Obispo de Roma reclamaba autoridad sobre toda la cristiandad, incluyendo a los cuatro Patriarcas más importantes de Oriente; los Patriarcas, por su lado, alegaban, según su entendimiento e interpretación de la Sagrada Tradición Apostólica y las Sagradas Escrituras, que el Obispo de Roma solo podía pretender ser un "primero entre sus iguales". Por su parte, los Papas, según su interpretación de la Tradición Apostólica y las Sagradas Escrituras, declaraban que "es necesario que cualquier Iglesia esté en armonía con la Iglesia (de Roma), por considerarla depositaria primigenia de la Tradición apostólica" (San Irineo de Lyon, s. II d. C.). También tuvo gran influencia el Gran Cisma en las variaciones de las prácticas litúrgicas (calendarios y santorales distintos) y disputas sobre las jurisdicciones episcopales y patriarcales.
La Iglesia se dividía entonces a lo largo de líneas doctrinales, teológicas, políticas y lingüísticas (griego para las liturgias en Oriente y latín en las occidentales).