Desde aquel instante hasta la actualidad, ambas se denominan a sí mismas Iglesia Católica Romana e Iglesia Católica Ortodoxa y reivindican también la exclusividad de la fórmula “Una, Santa, Católica y Apostólica”, al tiempo que cada una se considera como la única heredera legítima de la Iglesia primitiva fundada por Cristo y atribuye a la otra el “haber abandonado a la Iglesia verdadera”.
Sea como fuere, la Historia nos deja constancia de una suerte de intención latente de acercamiento entre ambas Iglesias. Así, en 1274 tuvo lugar una primera voluntad de aproximación con motivo del II Concilio de Lyon y, en 1439, volvieron a reunirse en el Concilio de Basilea, pero las dos ocasiones se vieron avocadas al fracaso por la recíproca intransigencia en algunos aspectos doctrinales y disciplinarios.
Más recientemente, algunas Iglesias orientales decidieron aceptar la primacía absoluta del papa y ahora se denomina Iglesias Orientales Católicas. Y, a raíz del Concilio Vaticano II, convocado en 1962 por el papa Juan XXIII y clausurado en 1965 por Pablo VI, la Iglesia Católica Romana emprendió una serie de iniciativas que han contribuido al acercamiento entre ambas Iglesias, entre las que puede contarse la declaración conjunta de 7 de diciembre de 1965, en la que el papa Pablo VI y el patriarca Ecuménico Atenágoras I decidían “cancelar de la memoria de la Iglesia la sentencia de excomunión que había sido pronunciada”.